Con el Estado del lado de los ahorristas, y con más argentinos ahorrando en el circuito formal, aumentarán la inversión, la productividad y el crecimiento sostenido del ingreso per cápita
La crisis de las hipotecas subprime en 2008 quedará registrada como un terremoto financiero mundial con epicentro en Wall Street que produjo una gran recesión económica. En realidad, el crédito fácil retroalimentado por algunos alquimistas de las finanzas fue funcional a un frenesí de gasto (consumo e inversión) que muchos interpretaron como un ciclo de eternas “vacas gordas”.
La posibilidad de una crisis financiera exacerbada por un gasto hipertrofiado la planteamos años antes en el libro La economía del consumo posmoderno (2005). Allí analizamos la evolución de los valores que determinaron los patrones de consumo en la sociedad capitalista y los valores que configuraron la mayor preferencia temporal por el consumo presente (respecto del ahorro o consumo diferido) en la cultura posmoderna. Bajo esta lupa, la crisis de 2008 fue una explosión de una bulimia de gasto que tuvo como contracara bajas tasas de ahorro en Estados Unidos y en otras economías occidentales, que absorbieron excedentes de ahorro de China, Alemania y de otras economías asiáticas alimentando una burbuja que se volvió insostenible y con inercia a reproducirse. La reformulación arancelaria de la administración Trump (“Liberation day”) busca frenar esta inercia con medios controvertidos que persiguen generar una renegociación cambiaria (devaluación del dólar) para reacomodar los flujos mundiales de ahorro/consumo. ¿Arribarán las potencias económicas a otro acuerdo estilo Hotel Plaza como en tiempos de Ronald Reagan? Pronóstico reservado.
La crisis de 2008 puso en jaque la racionalidad del consenso ortodoxo de la profesión, incapaz de anticiparla, y dio renovado crédito a la argumentación racional de la Escuela Austríaca, que venía advirtiendo sobre la inconsistencia de los procesos de ahorro e inversión en las economías de mercado donde operan sistemas financieros con reserva fraccionaria y bancos centrales que monopolizan la emisión de moneda fiduciaria. La teoría austríaca preavisaba que el propio sistema incuba el “huevo de la serpiente”. La degeneración del contrato de mutuo o préstamo, que permite restringir el consumo de bienes presentes (ahorro) a cambio bienes futuros (sin producir efectos monetarios), derivó en instrumentos de depósitos a la vista que promueven la creación de dinero bancario y la multiplicación del crédito sin base de “ahorro real”.Lo que promueve el financiamiento de consumo presente que debería haberse restringido (ahorro real), o el financiamiento de inversiones que no se deberían haber realizado y que se tornan irrecuperables.
El mecanismo, según estos economistas, sucumbe con ruptura en la cadena de pagos, quiebras de empresas, iliquidez en los bancos y eventuales “corridas” generalizadas a menos que opere el sistema de salvataje del Banco Central, prestamista de última instancia. Pero el socorro no es gratuito, descarga los costos del rescate sobre los contribuyentes que deben afrontar más impuestos, o sobre las tenencias monetarias que se degradan por la inflación. Todo lo que se traduce en una gran descoordinación de las decisiones que toman los agentes económicos, y que afecta los precios relativos, la tasa de interés, y las tasas de ahorro, consumo e inversión. Una lectura descriptiva bastante ajustada a lo que sucedió en 2008, y un anticipo de lo que podía repetirse de persistir los grandes desequilibrios en los flujos de ahorro de la economía mundial.
Pero las lecciones de la crisis “financiera” que en realidad fue una crisis económica, se olvidaron pronto, y hoy se sigue ponderando el consumo como la “cara bonita” de la narrativa económica, mientras, por otro lado, se estereotipa el ahorro como un “atesoramiento improductivo” poco deseable. Peor entre nosotros, donde las olvidadas libretas de ahorro escolar (Caja de Ahorro Postal) o la pesificación asimétrica de la posconvertibilidad evocan algunas de las tantas estafas al ahorro doméstico en la Argentina inflacionaria.
El consumo agregado es para la escuela keynesiana el más poderoso motor del crecimiento económico. Pero su relevancia creciente tuvo etapas. El patrón de consumo moderno evolucionó desde la ética protestante del trabajo duro y el consumo frugal (cuando nace el capitalismo), hasta el consumo promovido por el marketing y la publicidad, con sus atributos de identidad, imitación y ostentación (Veblen, Galbraith, Duesenberry). Detrás del consumo moderno siguen presentes valores utilitarios que dan fundamento a decisiones racionales entre consumo presente o ahorro (consumo diferido).
Es verdad que las necesidades de consumo fueron cambiando de una escasez básica (alimentación, vestido, vivienda) a una escasez “fabricada” por el marketing o los medios (tal marca, tal barrio, tal destino turístico). El consumo austero original devino consumo de identidad, pero sin abandonar el modelo de cálculo racional de flujo de fondos distribuidos en el tiempo (Modigliani). El consumo posmoderno, a diferencia del consumo moderno, es un consumo existencial. Tiene la naturaleza de los consumos adictivos. Y esa es la razón clave de la rápida multiplicación de su efecto expansivo actual cuando es promovido por el “crédito fácil” que no tiene fundamento en ahorro real. Es que el verdadero ahorro siempre implica un sacrificio presente, compensado por la posibilidad de llevar adelante un proceso de capitalización.
El agente económico que ahorra consume menos de lo que produce, disponiendo del ahorro propio o del prestado para combinar trabajo y otros factores en la producción de bienes de capital. El ahorro es el disparador genuino de los procesos de inversión, procesos que no son automáticos y que requieren tiempo. Procesos con etapas intermedias subestimadas por las cuentas nacionales que al sumar valor agregado (para evitar doble contabilidad) arriban a un producto “bruto” que en realidad es “neto”, exagerando enormemente la importancia que el consumo tiene en la economía, y llevando a la errónea impresión de que la parte más importante del producto se materializa en bienes y servicios de consumo, en vez de materializarse en bienes de inversión. “Esto explica además que la mayoría de los agentes implicados, economistas, políticos, periodistas y funcionarios, tengan una idea distorsionada de cómo funciona la economía y que, al pensar que el sector del consumo final es el más importante de la misma, concluyan que la mejor manera de desarrollar económicamente un país es estimulando el consumo y no la inversión”, afirma el economista español Jesús Huerta de Soto (Dinero, crédito bancario y ciclos económicos).
La Argentina institucionalizó la inflación desde hace décadas, y reactivó el producto tras sucesivas recesiones con fogonazos de gasto basado en consumo, lo que fue degradando la base de capital, y, por ende, el crecimiento de la productividad. Los argentinos ahorran poco en el circuito formal, y otro tanto en el informal huyendo del riesgo argentino. Hay ahorro argentino en el exterior que equivale o supera el endeudamiento del país, pero que financia inversiones afuera. Entre los argentinos ahorran las familias y las empresas, porque el Estado, en todos los niveles nacionales y subnacionales, casi siempre se ha comportado como un pródigo que desahorra con déficit recurrentes financiados con endeudamiento o con emisión inflacionaria. Los argentinos invertíamos mucho más antes de 1930, que después de ese nefasto precedente de nuestra historia política que rompió el orden institucional. Según datos de las series Dos siglos de economía argentina de la Fundación Norte-Sur, la tasa de inversión bruta promedio de la Argentina entre 1857 y 1929 era del 25%, con picos de casi el 50% en algunos años de la década del 80 del siglo XIX, y del 35% en otros años de las primeras décadas del siglo XX. La tasa de inversión bruta promedio entre 1930 y la actualidad fue del 17%, con caídas muy significativas tras las crisis de 2001/2002 y durante la pandemia en 2020, cuando la inversión neta fue negativa (ni siquiera repusimos el capital desgastado). Para aumentar la tasa de inversión hay que convocar capitales nacionales e internacionales a las oportunidades de negocio que se abren en el país, y en simultaneidad hay que recomponer la base de ahorro argentino con una moneda sana que recupere su condición de reserva de valor a partir del respeto irrestricto de la regla que honre el superávit fiscal intertemporal. Con el Estado del lado de los ahorristas, y con más argentinos ahorrando en el circuito formal de la economía, aumentarán la inversión, la productividad y el crecimiento sostenido del ingreso per cápita. La Argentina volverá a tener un mercado de capitales pujante que intermedie entre el ahorro y la inversión, donde la confianza de los propios recreará la confianza extranjera.
Fuente: La Nacion, 8/04/2025
Autor: Daniel Gustavo Montamat